29.8.09

Constantino el Grande


Cuando Constantino, emperador romano de Occidente, y Licinio, emperador de Oriente, firmaron en 313 el Edicto de Milán, nadie podía sospechar que la libertad religiosa que salvaba, a partir de aquél momento, a los cristianos de la persecución convertiría a la iglesia católica en una institución occidental de longevidad casi insuperable. Después vendría el Concilio de Nicea, presidido por Osio de Córdoba, dónde se condenó el arrianismo y se estableció el marco teológico de la religión cristiana.

Son hipnóticos estos momentos pivotales, dónde el río de la historia toma un curso u otro en función de los intereses, las maniobras o las acciones de sus protagonistas. La figura de Constantino ha quedado acuñada como la del primer emperador cristiano, pero basta recorrer estudios como los de Paul Veyne o James Carroll, dónde el emperador oscila entre el hábil cálculo y la genuina conversión, para ver cuán frágil es la reconstrucción histórica incluso de los episodios más conocidos. Lo mismo sucede con las distintas representaciones que del emperador hacen las (por lo demás, muy recomendables) muchas series o docudramas sobre el imperio romano. Por ejemplo, la adaptación de la BBC, moderna y casi fílmica (con actores profesionales y unos medios que para sí querrían los cineastas españoles, excepto quizá Amenábar). Con lo que me gusta (y me cuesta) recrear la Edad Media, me quito el sombrero para con resultados tan diversos pero tan notables.


24.8.09

Homo ludens



Dice Johan Huizinga en su importante libro Homo ludens (1938) que el juego es libertad, que el ser humano utiliza la inventiva, la creatividad y la folie (como se conocía en la Edad Media a la actitud lúdica por oposición al sens, el buen sentido) como espacio de expresión de la cultura de un pueblo. La mencionada cultura de ese pueblo comprende leyes, saber, guerras y poesía, es decir, todas las formas de relación entre los individuos de una misma sociedad y entre éstos y los demás. En el juego, paradójicamente para los que consideran que la responsabilidad está reñida con la folie, hay también orden, pues para saber jugar hay que respetar unas reglas claras y precisas.

Es sugerente la tesis de Huizinga de que la caballería, la guerra o la cultura pertenecen también a la esfera del juego, por ser distintas manifestaciones de la voluntad de ser el primero: el más devoto guerrero medieval, el primer y cortés combatiente, el mejor artesano y orfebre, el más sagrado poeta. Cuando leo a Huizinga afirmando que "para comprender la poesía hay que ser capaz de (...) investirse el alma de niño como una camisa mágica (...) Nada hay que esté tan cerca del puro concepto de juego como esa esencia primitiva de la poesía", respiro más tranquila. Feliz regreso al trabajo a todos los que, como yo, quieran seguir jugando.

12.8.09

Leonor de Aquitania


En la efigie que yace en la abadía de Fontevraud, dónde está enterrada, no se distinguen los rasgos de belleza legendaria que hicieron famosa a Leonor de Aquitania en todo el Occidente medieval. El rostro es ovalado y de facciones regulares, sí, pero descansan con una placidez que se me antoja engañosa. El "águila bicéfala", como la habían llegado a llamar sus enemigos por haber llevado dos coronas, la de Francia y después la de Inglaterra, debía ser una hermosa mujer, pero de aquéllas cuyo encanto emana del movimiento y de la energía. Legendaria fue la vitalidad imparable de una reina que cruzó el canal de la Mancha cuantas veces fue necesario para sostener un reino, y a veces, para oponerse a su propio marido, el rey de Inglaterra Enrique II de Plantagenet.

Pienso en Leonor porque acabo de leer una biografía de la duquesa de Aquitania, escrita por Régine Pernoud en 1966 y traducida por Espasa Calpe en su día, y que ahora vuelve a publicarse. Después, releeré la biografía del también medievalista Jean Flori y sus cartas. Pienso en ella porque Leonor aún no ha aparecido en mis novelas más que como un fantasma, o una referencia al vuelo: como la esposa de dos reyes y la madre de una reina de Castilla (su hija Leonor casó con Alfonso VIII). Pienso en una mujer que vivió y luchó durante ochenta años, poseyó dos coronas, vivió rodeada de poesía y de música, y ahora duerme en una tumba de piedra, sosteniendo para siempre un libro entre sus manos.

11.8.09

El tiempo medieval



En la Edad Media, sólo las campanas marcaban el paso de las horas (hasta la llegada de los relojes mecánicos o de péndulo). El tiempo medieval era pues un tiempo que seguía el ritmo de los rituales y la liturgia religiosa (primero en las iglesias y parroquias y después, ya entrado el siglo XII, también en los monasterios) y desgranaba las horas de la misa: maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas, como nos recuerda Jacques Le Goff en su artículo El Occidente medieval y el tiempo. Pienso en eso al escuchar el sonido de unas campanas casi anacrónicas en nuestro tiempo de relojes digitales, de precisión, sumergibles y calculadores.

Para pasar ese tiempo sin horarios, los hombres y las mujeres medievales se guiaban por los libros de horas, el más conocido de los cuales es del Duque de Berry. Como una novela gráfica, los campesinos y señores desfilan mes a mes, contándonos sus actividades: en la ilustración de arriba, descubrimos que en agosto los señores se dedican a la caza, y que el calor aprieta tanto en la Edad Media como ahora (con permiso del cambio climático): al fondo, unas figuras se zambullen gozosas en un lago de agua fresca.